10 jul 2017

CRISIS ECONÓMICA CON FERNANDO VII

En la corte se caminaba hacia fórmulas moderadas, sancionadas con el cuarto matrimonio del rey con María Cristina de Nápoles en 1829.  El gobierno de Fernando VII estaba haciendo frente a la doble oposición -apostólicos y liberales- con su política de "palo a la burra blanca y palo a la burra negra", según la expresión castiza acuñada contra el propio monarca.  Esta política seguirá imperando hasta su muerte, pese a que el tránsito hacia el liberalismo era ya un hecho.
La coyuntura económica y la gestión financiera durante este período presenta los signos de depresión y anacronismo. La década ominosa presenta el derrumbamiento total de los precios; el fracaso político y financiero de los gobiernos absolutistas es evidente.  La crisis de 1827 demuestra la imposibilidad de gobernar con los aristócratas y grandes propietarios en contra de los intereses del campesinado y la burguesía.
En el aperturismo del régimen intervienen un equipo de asentistas, banqueros, emigrados y hombres de negocios.  Ahí están los nombres de Aguado, Gaspar de Remisa o Javier de Burgos, empeñados en proyectos de minas, canales y altos hornos.  El equipo del ministro de Hacienda, López Ballesteros, promulga la ley de minas de 1825, el arancel de 1826, el Código de Comercio de 1829, la Bolsa de Madrid, en 1831, etc.
Al mismo tiempo, la expansión agrícola tendrá una importancia decisiva en la reactivación de la economía española.  El área triguera y la cabaña ganadera experimentan aumentos considerables, presagio de un futuro más favorable.
La bancarrota de la Hacienda será el primer condicionante de toda la política de Fernando VII.  Hubo que hacer grandes esfuerzos para afrontar los gastos domésticos y los sueldos del personal de palacio.  El absolutismo puro carece de soluciones al problema financiero y debe ceder ante la sugerencia de ministros algo más moderados.  Recomiendan un sistema fiscal moderno, pero, como en otros puntos, resulta contradictorio, puesto que cualquier medida a adoptar chocaría con los intereses de los privilegiados y de las provincias forales.
La difícil situación financiera obligará a recurrir a empréstitos contratados en el extranjero, determinados por la pobreza del país y por el corte de metales preciosos americanos que resulta de la emancipación.  La deuda con el exterior sube de 2.600 millones de reales en 1824, a 4.460 en 1834.  Los empréstitos son negociados en unas condiciones muy poco ventajosas para España, puesto que el valor "nominal" de la deuda reconocida es muy superior a la cantidad efectiva de metal precioso que entra en España.  La Hacienda nacional pasa, con respecto a Europa, a una posición de deudora, agravada por una balanza comercial negativa, una inestabilidad política y unas guerras civiles.  El endeudamiento exterior va a convertirse en algo crónico.
Quien lleva el timón de la Hacienda durante la década ominosa es el gallego López Ballesteros, simpatizante con la mentalidad moderna de los liberales moderados y afrancesados arrepentidos.  Canalizará en lo posible la capacidad de estos hombres, prescindiendo de su pasado liberal. El balance de la gestión de López Ballesteros parece ser  que sirvió para enjugar en buena parte la carga de la deuda pública del Estado.  No obstante, su política contó con serias limitaciones.  Tendió a fijar un orden regular en la administración y contabilidad, restableció en parte el crédito público, ensayó el equilibrio de los gastos con las rentas, decretó la determinación anual de los presupuestos, procuró reprimir el contrabando y dio tal cual estabilidad a los empleados públicos.  Pero todas estas disposiciones valían muy poco en comparación con los males que llevaba en sí mismo aquel sistema de gobierno, el tributario restablecido en 1824 y los que causaban inmediatamente la reamortización de los bienes eclesiásticos y vinculados, la renovación de los privilegios y exenciones, el aumento de las ruinosas contribuciones sobre el consumo, las prohibiciones y trabas en el comercio y en la industria, la rigurosa exacción del diezmo y las franquicias y socaliñas de un clero numerosísimo, triunfante e insaciable.

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